jueves

El fuego y la poesía (*)

III

Amo la rabia de perderte
Tu ausencia en el caballo de los días
Tu sombra y la idea de tu sombra
Que se recorta sobre un campo de agua
Tus ojos de cernícalo en las manos del tiempo
Que me deshace y me recrea
El tiempo que amanece dejándome más solo
Al salir de mi sueño que un animal antediluvianoperdido en la sombra de los días
Como una bestia desdentada que persigue su presa
Como el milano sobre el cielo evolucionando con una precisión de relojería
Te veo en una selva fragorosa y yo cerniéndome sobre ti
Con una fatalidad de bomba de dinamita
Repartiéndome tus venas y bebiendo tu sangre
Luchando con el día lacerando el alba
Zafando el cuerpo de la muerte
Y al fin es mío el tiempo
Y la noche me alcanza
Y el sueño que me anula te devora
Y puedo asimilarte como un fruto maduro
Como una piedra sobre una isla que se hunde

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(*) César Moro. El fuego y la poesía.

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sábado

Travesuras de la niña mala (*)

- No te habrás olvidado de lo que me gusta, niño bueno –me susurró al oído, por fin.


Y, sin esperar mi respuesta, se puso de espaldas, y abriendo las piernas para hacer sitio a mi cabeza, a la vez que se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a apartarse más y mejor de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle. Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueado su sexo pequeñito, la sentí humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero qué delicioso y exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo, hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza. “Ven, ven”, susurró, ahogada. Entre en ella con facilidad y la apreté con tanta fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: “Me aplastas”.


Con mi boca pegada a la suya, le rogué:


- Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.


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(*) Travesuras de la niña mala. Mario Vargas Llosa.

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domingo

8 - Espantapájaros (*)

Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.

En mi, la personalidad es una especie de forunculósis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseito al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.
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(*) Oliverio Girondo.
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viernes

Por las azoteas (*)

- Acordado - me dijo -. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. tú tienes cara de persona que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: "Había una persona que sabia algo. Por esa Razón lo colocaron en un púlpito. Después lo metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo internaron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces lo dejaron en paz".
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(*) de "La Palabra del Mudo". Cuento, por las azoteas. Julio Ramón Ribeyro.
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El Informe de Brodie (*)

A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiéra puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.
(*) de "El Informe de Brodie". Jorge Luis Borges.
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