sábado

Travesuras de la niña mala (*)

- No te habrás olvidado de lo que me gusta, niño bueno –me susurró al oído, por fin.


Y, sin esperar mi respuesta, se puso de espaldas, y abriendo las piernas para hacer sitio a mi cabeza, a la vez que se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a apartarse más y mejor de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle. Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueado su sexo pequeñito, la sentí humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero qué delicioso y exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo, hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza. “Ven, ven”, susurró, ahogada. Entre en ella con facilidad y la apreté con tanta fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: “Me aplastas”.


Con mi boca pegada a la suya, le rogué:


- Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.


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(*) Travesuras de la niña mala. Mario Vargas Llosa.

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